La puerta tiene una cinta amarilla que dice: PROHIBIDO EL PASO – PELIGRO, hay además un cartel que dice Se vale tocar y un Puma de la UNAM. Al entrar encuentras una obscuridad melancólica, pero cuando enciendes la luz todo cambia. El verde ultramar de las paredes se ha convertido ya en un verde grisáceo, apenas pueden mirarse detrás de los carteles y hojas que están pegados en ellas. Un calendario, un poster de la Selección Mexicana de Fútbol, una foto del Club Guadalajara, un montón de hojas contadas de revistas y que muestran a muchachos guapos, entre otros posters.
La habitación tiene una ventana mediana y un gran ventanal. Un paisaje de ladrillos y tejados alcanza a mirarse a través de ellas cuando están abiertas, pero la mayoría de las veces los vidrios plomizos evitan observar. Sólo el ventanal tiene cortina, para evitar que entre la luz del exterior.
La cama es individual y más alta de lo normal. Ésta ocupa el espacio de lo que sería un closet, así que sobre ella pasa un tubo de cobre donde coloco ganchos con ropa. A un lado de la cama hay un pequeño sillón verde lleno de muñecos de peluche que siempre he querido regalar.
Hay también un estante donde guardo más ropa, mis bolsas de mano, sombreros y una caja con cosméticos. Encima de este hay más cajas de zapatos en las que clasifico todo tipo de objetos, desde recuerdos hasta cosas de papelería.
La televisión se encuentra encima de una estructura tubular, dentro de esta guardo papeles y posters enrollados y más cajas. Sobre la televisión hay un alhajero de madera, una muñeca de tela que me regalaron en uno de mis cumpleaños, y una botella de cerveza que ahora es un florero.
A un lado está mi escritorio, la computadora ocupa todo el espacio en él, así que he acomodado debajo cajas de plástico donde he colocado mis botes de colores, plumas y lápices; cassettes, películas y discos; juguetes y libros pequeños.
Hay dos libreros, casi del mismo tamaño, juntos ocupan casi toda una pared de la habitación. Uno está atiborrado de libros, carpetas, bibloratos, revistas, engargolados, libretas, gacetas, periódicos y pilas de fotocopias clasificadas en bolsas. En la parte más baja del otro librero he colocado cajas de zapatos; en el segundo nivel (de manera ascendente) hay cajas con fichas y discos, más revistas y libros; en el tercer nivel están mis libros antiguos, que no son muchos, el más antiguo es un diccionario argentino de 1889 que perteneció a mi abuelo Francisco, padre de mi madre. En el cuarto y último nivel guardo mis aparatos electrónicos, mi grabadora, mi teclado eléctrico, mis walkman, entre otras cosas. Sobre ambos libreros hay más cajas de zapatos.
La habitación es pequeña, y se ve aún más chica con tanta cosa que hay aquí. Pero tengo buen espacio para moverme y no sentirme confinada. Todo lo tengo ahí. Lo único que me molesta es que el baño se encuentra a un lado y todo se escucha.
Tengo tantas cosas que me gusta clasificarlo todo en cajas. Cajas con muñecos, con juegos de mesa, con bolsas, con mis recuerdos y diarios personales, con hilos, mi caja de herramientas. Muchas veces mi madre me ha dicho que más que el cuarto de una joven parece museo. Aún así, es mi cuarto y en él me siento bien, tranquila, segura y feliz.
La habitación tiene una ventana mediana y un gran ventanal. Un paisaje de ladrillos y tejados alcanza a mirarse a través de ellas cuando están abiertas, pero la mayoría de las veces los vidrios plomizos evitan observar. Sólo el ventanal tiene cortina, para evitar que entre la luz del exterior.
La cama es individual y más alta de lo normal. Ésta ocupa el espacio de lo que sería un closet, así que sobre ella pasa un tubo de cobre donde coloco ganchos con ropa. A un lado de la cama hay un pequeño sillón verde lleno de muñecos de peluche que siempre he querido regalar.
Hay también un estante donde guardo más ropa, mis bolsas de mano, sombreros y una caja con cosméticos. Encima de este hay más cajas de zapatos en las que clasifico todo tipo de objetos, desde recuerdos hasta cosas de papelería.
La televisión se encuentra encima de una estructura tubular, dentro de esta guardo papeles y posters enrollados y más cajas. Sobre la televisión hay un alhajero de madera, una muñeca de tela que me regalaron en uno de mis cumpleaños, y una botella de cerveza que ahora es un florero.
A un lado está mi escritorio, la computadora ocupa todo el espacio en él, así que he acomodado debajo cajas de plástico donde he colocado mis botes de colores, plumas y lápices; cassettes, películas y discos; juguetes y libros pequeños.
Hay dos libreros, casi del mismo tamaño, juntos ocupan casi toda una pared de la habitación. Uno está atiborrado de libros, carpetas, bibloratos, revistas, engargolados, libretas, gacetas, periódicos y pilas de fotocopias clasificadas en bolsas. En la parte más baja del otro librero he colocado cajas de zapatos; en el segundo nivel (de manera ascendente) hay cajas con fichas y discos, más revistas y libros; en el tercer nivel están mis libros antiguos, que no son muchos, el más antiguo es un diccionario argentino de 1889 que perteneció a mi abuelo Francisco, padre de mi madre. En el cuarto y último nivel guardo mis aparatos electrónicos, mi grabadora, mi teclado eléctrico, mis walkman, entre otras cosas. Sobre ambos libreros hay más cajas de zapatos.
La habitación es pequeña, y se ve aún más chica con tanta cosa que hay aquí. Pero tengo buen espacio para moverme y no sentirme confinada. Todo lo tengo ahí. Lo único que me molesta es que el baño se encuentra a un lado y todo se escucha.
Tengo tantas cosas que me gusta clasificarlo todo en cajas. Cajas con muñecos, con juegos de mesa, con bolsas, con mis recuerdos y diarios personales, con hilos, mi caja de herramientas. Muchas veces mi madre me ha dicho que más que el cuarto de una joven parece museo. Aún así, es mi cuarto y en él me siento bien, tranquila, segura y feliz.
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