JENNY
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Mi habitación...


La puerta tiene una cinta amarilla que dice: PROHIBIDO EL PASO – PELIGRO, hay además un cartel que dice Se vale tocar y un Puma de la UNAM. Al entrar encuentras una obscuridad melancólica, pero cuando enciendes la luz todo cambia. El verde ultramar de las paredes se ha convertido ya en un verde grisáceo, apenas pueden mirarse detrás de los carteles y hojas que están pegados en ellas. Un calendario, un poster de la Selección Mexicana de Fútbol, una foto del Club Guadalajara, un montón de hojas contadas de revistas y que muestran a muchachos guapos, entre otros posters.
La habitación tiene una ventana mediana y un gran ventanal. Un paisaje de ladrillos y tejados alcanza a mirarse a través de ellas cuando están abiertas, pero la mayoría de las veces los vidrios plomizos evitan observar. Sólo el ventanal tiene cortina, para evitar que entre la luz del exterior.
La cama es individual y más alta de lo normal. Ésta ocupa el espacio de lo que sería un closet, así que sobre ella pasa un tubo de cobre donde coloco ganchos con ropa. A un lado de la cama hay un pequeño sillón verde lleno de muñecos de peluche que siempre he querido regalar.
Hay también un estante donde guardo más ropa, mis bolsas de mano, sombreros y una caja con cosméticos. Encima de este hay más cajas de zapatos en las que clasifico todo tipo de objetos, desde recuerdos hasta cosas de papelería.
La televisión se encuentra encima de una estructura tubular, dentro de esta guardo papeles y posters enrollados y más cajas. Sobre la televisión hay un alhajero de madera, una muñeca de tela que me regalaron en uno de mis cumpleaños, y una botella de cerveza que ahora es un florero.
A un lado está mi escritorio, la computadora ocupa todo el espacio en él, así que he acomodado debajo cajas de plástico donde he colocado mis botes de colores, plumas y lápices; cassettes, películas y discos; juguetes y libros pequeños.
Hay dos libreros, casi del mismo tamaño, juntos ocupan casi toda una pared de la habitación. Uno está atiborrado de libros, carpetas, bibloratos, revistas, engargolados, libretas, gacetas, periódicos y pilas de fotocopias clasificadas en bolsas. En la parte más baja del otro librero he colocado cajas de zapatos; en el segundo nivel (de manera ascendente) hay cajas con fichas y discos, más revistas y libros; en el tercer nivel están mis libros antiguos, que no son muchos, el más antiguo es un diccionario argentino de 1889 que perteneció a mi abuelo Francisco, padre de mi madre. En el cuarto y último nivel guardo mis aparatos electrónicos, mi grabadora, mi teclado eléctrico, mis walkman, entre otras cosas. Sobre ambos libreros hay más cajas de zapatos.
La habitación es pequeña, y se ve aún más chica con tanta cosa que hay aquí. Pero tengo buen espacio para moverme y no sentirme confinada. Todo lo tengo ahí. Lo único que me molesta es que el baño se encuentra a un lado y todo se escucha.
Tengo tantas cosas que me gusta clasificarlo todo en cajas. Cajas con muñecos, con juegos de mesa, con bolsas, con mis recuerdos y diarios personales, con hilos, mi caja de herramientas. Muchas veces mi madre me ha dicho que más que el cuarto de una joven parece museo. Aún así, es mi cuarto y en él me siento bien, tranquila, segura y feliz.
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Secuestro...


Hecho un par de monedas al parquímetro y se alejó entre las calles. No tardarían mucho en darse cuenta que el auto estaba abandonado. Es cierto, su amistad con el vampiro lo había hecho involucrarse, pero había algo más, Ángel siempre aborreció su mediocre vida y soñaba con marcharse algún día de ese pueblo deprimente. Le gustaba el poder, quería dinero, y esa era la forma más sencilla de conseguirlos. El sudor por momentos le nublaba la mirada. Era su primer secuestro pero el conflicto en su alma se desvanecía rápidamente sin dejar rastros de pesadumbre. Caminó por veinte minutos entre las calles húmedas y abordó un taxi. Enrique Lara le había prometido llevarlo a Nueva York en unos meses y no podía dejar de pensar en eso. Era la única razón de su permanencia en el negocio. La brisa de la noche enfriaba sus mejillas y mientras miraba por la ventanilla sólo pensaba en que pronto todo terminaría.
Al llegar a la vecindad sintió una soledad profunda, una frialdad invadió su cuerpo y una punzada en el ombligo estuvo a punto de doblarlo de dolor. Caminó por el largo pasillo húmedo y lleno de plantas en el que alguna vez jugó con los vecinos cuando era un escuincle. Caminó unos metros y se detuvo frente a la ventana de Laura. Quiso llorar al sentirse impotente. El gran amor de su vida. Le había propuesto matrimonio un año antes, y poco después la mataron. La corrupción permitió que el crimen quedara impune y él juró venganza, la cual consumó poco después. En el fondo del corredor halló unas viejas escaleras metálicas. Subió a la azotea sigilosamente y entró al viejo cuarto donde los vecinos almacenaban algunos trebejos. Nadie iba ahí y en esos días en la vecindad había quedado prácticamente sola, así que no se habían percatado de la presencia de David. Ya en la habitación encendió un cigarrillo y sacó del bolsillo de su chamarra un gansito y un frutsi. Le quito de la cabeza la capucha, con fuerza jaló la cinta adhesiva que tenía en la boca y le obligó a comer.
David tenía quince años. A pesar de su juventud era un muchacho inteligente y maduro. Quiso preguntar varias veces por qué lo tenían encerrado en ese lugar y la respuesta siempre eran golpes. La violencia y miedo a sus raptores no le permitía dormir. Pasaba las noches enteras mirando por un boquete del techo las estrellas del cielo y pensaba en la grandeza del universo. Anhelaba su libertad. En ocasiones veía algún reflejo del exterior en un cristal que parecía ser parte de la escafandra de un buzo. Había tantos objetos ahí que solía pasar horas imaginando a quién perteneció cada uno. Sesenta y tres días tenía en ese lugar, se había bañado tres veces y en una ocasión le habían dejado salir al sol.
Esa noche Ángel llevo también una botella de ron e invitó una copa a David. Era el único de sus raptores que quedaba vivo. El calavera y el vagabundo habían muerto dos días antes en un tiroteo. Nunca pensó en esta vicisitud, así que cobraría el rescate y lo más pronto posible estaría camino al extranjero.
Por primera vez se dirigió a David, le dijo que pronto estaría con su familia, que pensara en su encuentro. Con voz pausada y serena le dijo: Cierra los ojos e imagina el momento más feliz de tu vida. David obedeció y una ligera sonrisa se dibujó en su rostro. Ángel se paró frente a él, sacó un revólver de entre sus ropas y le preguntó si era feliz. – Sí, lo soy, respondía David, pero su respuesta no pudo escucharse. El disparo lo hizo pensar lo peor y cuando por fin volvió en sí y logro quitare la venda de los ojos pudo mirarlo… Su mejor amigo yacía en el suelo.



Agosto 18, 2009.




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Crimen


Miró su reflejo en el agua amarillenta del retrete, cerró los ojos por un momento y recordó la última vez que sintió satisfacción al orinar. Evocó episodios de su vida, vivencias y anécdotas que jamás contará. Lo intentó de nuevo, pero sólo consiguió que un par de chorros escurrieran dolorosamente. Se arrodillo y lloró, jamás lo había hecho, pero en ese momento el sudor frió y el ardor que le recorrían el abdomen lo hacia sentir vulnerable. Jamás había un sentido dolor tan grande, como si miles de agujas buscaran salir de su cuerpo.
Observo por la ventana que daba hacia la calle, todo parecía normal. Regresó a la recamara y sacó del closet una caja de zapatos en la que guardaba su tesoro. Se sentó a la mesa, donde extendió un pedazo de terciopelo negro, abrió la caja y sacó el contenido.
Durante veinticinco años trabajó como Agente Judicial. Sus mejores años los pasó en comisiones, campaneando a capos importantes. Ayer cumplió cincuenta años, hace cuatro dejó el servicio activo. Nunca pudo adaptarse a las nuevas formas, a las características de los elementos más jóvenes. Ya no había más judas, les exigían capacitación psicológica, jurídica, conocimientos generales y Derechos Humanos. Él no entendía de eso.
Sacó un reloj Rolex que había ganado en una carrera de caballos. Una esclava de oro que tenía grabado su nombre con incrustaciones de diamantes de medio quilate: Gerardo. Al final colocó su posesión más preciada, aquella pistola que le había regalado uno de los Beltrán en agradecimiento por un favor muy grande.
Al dejar el servicio público trabajó como guarura. No faltó quien le ofreciera trabajo, conocía el negocio, tenía contactos, sabía moverse. Tuvo que conformarse tres años, pero eso no era lo suyo. No le gustaba tratar con viejas histéricas y pendejos que hacen lo que se les da la gana. En su último trabajo tenía que cuidar a un júnior regiomontano que había llegado a la capital para estudiar la universidad. Todo terminó mal…
Comenzó a limpiar el reloj hasta dejarlo brillante, lo ajustó a la hora y lo colocó en la cama junto a la camisa negra que se iba a poner.
Habían pasado dos años. Fernando Garza era como su hijo, le consentía demasiadas cosas. El error que jamás se perdonaría es haberse involucrado demasiado con el muchacho. Él mismo muchacho lo apodó El golum, nunca supo por qué y mucho menos se interesó en averiguarlo. Gerardo siempre fue un tipo desconfiado, pendiente de su propia sombra, perspicaz. Su adicción al cigarro le provocaba una vos nasal que, sumada a su hablar lento y pausado, le resultaba sumamente graciosa a Fernando.
Terminó de pulir la esclava de oro y, de igual forma, la colocó sobre la cama junto al pantalón negro nuevo y la cazadora de gamuza café que usaba en ocasiones especiales.
Miró el arma. La sostuvo con ambas manos. Observó la cacha de plata y reconoció su semblante reflejado. La caída del cabello le había ensanchado la frente un poco y la barba de varios días lo hacía ver aún más viejo. Los signos de la ictericia causados por su reciente enfermedad le dejaban ver un semblante aún macilento. Su mirada amarillenta ya no era la del lince que acecha a su presa y sus labios verdosos mostraban esa mueca que apropósito hacia para mostrarse malencarado. Estaba muy enfermo, la hepatitis le lo postró en cama por casi dos meses, habría vuelto al trabajo, pero otros achaques lo habían detenido. Siempre le gusto beber y fumar en abundancia; la comida era su perdición y siempre comía como si fuera la última vez que fuera a hacerlo; fue mujeriego en exceso igualmente, nunca despreció a una mujer y nunca una lo desdeño. Ahora su cuerpo le estaba pasando factura de todos los excesos.
Con un paño comenzó a limpiar el arma. Era perfecta. Frotó el grano de mira suavemente y se deslizó al con el cañón como si acariciara la pierna de una mujer. Era su vida. Llego al gatillo e introdujo el dedo índice de la mano derecha, sujetó el arma enérgicamente y estirando el brazo apuntó a crucifijo que colgaba sobre la cabecera de la cama, accionó el percutor y sintió poder. Su yo propio. Era una mágnum 3.57, tipo escuadra de calibre 45 con doce tiros. Su preciosa, su alma, su poder. Giró la boquilla media vuelta en contra de las manecillas del reloj y desmontó el arma. La frotó un vez más, llenó el cargador y la armó nuevamente. Era su única arma, la de servició la devolvió junto con su placa cuando se retiró, y aunque nunca la apreció como a ésta también le fue fiel.
Se bañó tranquilamente. Se rasuró y arregló el cabello. Se esmero en arreglarse, se puso las botas de piel de cocodrilo. Se perfumó y se miró en el espejo. Su semblante osco y la mirada fija le daban un aire de superioridad. Colocó el reloj en su muñeca izquierda. Siempre prefirió usar la esclava en la mano derecha para lucirla en sus prácticas de tiro; la mostraba en cualquier oportunidad, para que aquel que quisiera ganárselo tuviera en cuenta que su precio era alto.
Se paró en el centro de la habitación. Sujeto su arma. Su vida, su tesoro, su muerte. Respiró profundo, sujetó el arma, cerró los ojos y se apunto a la sien. Apenas se percibió el sonido del disparo y cayó al suelo. Pereció instantáneamente. Causa de la muerte: una bala le atravesó el corazón.




Septiembre 4, 2008.





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Espera...




Nos miramos unos a otros mientras esperamos en el andén el próximo arribo. Rostros tristes, cansados, irritados, serios, rostros de aguardo y expectación, esos son los rostros que nos rodean. Están hartos. Nosotros sólo miramos. Les sobra la indignación del día a día y siguen ahí invariablemente. Siempre con la desesperación ante la mañana perdida o la tarde malgastada. Inmóviles en el andén de alguna estación X situada entre la felicidad y la desdicha. Nosotros también esperamos y escuchamos a los que esperan impacientes que su destino llegue, maldiciendo en voz baja mientras piensan en mil cosas al mismo tiempo.



Nosotros durante la espera reflexionamos sobre nuestras decisiones más importantes y en ocasiones las compartimos, repasamos las actividades del día, o simplemente soñamos despiertos. Algunas veces aguardamos respuestas firmes que se demoran cada vez más y, que en ocasiones, llegan cuando nuestras esperanzas se han ido en el tren anterior. Esperamos, damos tiempo suficiente a la ansiedad y pasa el tiempo.
Y cuando por fin arriba la suerte, algunos la desprecian, la confunden y la dejan pasar una vez más. Siempre quieren algo mejor, son más un pobre diablo apretujado entre la multitud, merecen su espacio y permaneces plantados en el mismo lugar evitando que otros alcancen la dicha de abordar.
Seguimos ahí. Mientras soñamos de pie la gente que pasa a nuestro lado nos empuja. Poco a poco llegamos al filo del abismo y miramos su imponente profundidad. Nos resistimos entonces, pero la multitud a nuestras espaldas nos obliga a rebasar la línea. ¿Qué pasaría si uno de nosotros cayera? Es algo que siempre nos preguntamos… Talvez les jodería un rato la vida a los otros, pero que más da si esperan otro rato… Sin embargo, todos retrocedemos de manera instintiva, si vamos a morir no queremos que sea ahí y menos trágicamente.
Después de un tiempo descubrimos que la eternidad dura tres minutos, lo hemos comprobado mientras continuamos escuchando injurias. Por fin llega nuestro tren. Posados ya en el grado último de la impaciencia todos se arremolinan frente alas puertas. Algunos nos embisten. Se arrojan sin temor y son capaces de dañar por un lugar. Aplastan, atropellan, pisotean, someten. Y cuando por fin están arriba, se acomodan y dormitan tranquilamente como soberanos dueños de un asiento que han ganado vilmente.
Nosotros los que permanecemos de pie siempre respiramos profundo y miramos alrededor. No era lo que queríamos pero no podemos perder más tiempo. Comenzamos ahora una espera nueva. Ya llegara el momento en el que alguien se levante y nos herede su lugar. Muchas veces no sucede. Anhelamos entonces que no ocurra algún infortunio que nos detenga en un túnel. Y mientras avanzamos comenzamos a cavilar otra vez.
Estamos acostumbrados a meditar en estas situaciones, aunque ya no como antes, ahora la mayoría evade la realidad con sus audífonos en los oídos. Nosotros no, para nosotros la espera no es derroche, es anhelo, ánimo, certeza, confianza, ilusión, paciencia, optimismo, tranquilidad y talvez la seguridad de la buena fortuna.




Agosto 27, 2008.










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Exilio del edén



Dios creo al hombre del polvo de la tierra, le dio vida y lo puso en edén. El hombre recostado sobre la hierba fresca abrió poco a poco los ojos cuando sintió el calorcito del sol sobre su piel. Apenas pudo mantenerlos abiertos, se sintió aterrado, la situación le resultó absolutamente extraña. Abría y cerraba los ojos intentando ver algo, pero dejó de hacerlo porque la luz que brillaba en lo alto lo cegaba.
Tendido en el suelo, tal como Dios lo dejó, percibió a lo lejos el sonido de una fresca cascada, las aves que trinaban y el murmullo de los demás animales. Su cuerpo se estremecía ante todo aquello que le resultaba insólito. Lo único que lo calmaba era la caricia del aire fresco que rozaba su rostro. Una eternidad permaneció el hombre tendido en la hierba sin abrir los ojos. Algunos animales lo observaban, jugueteaban junto a él, lo olfateaban. Pero el hombre no quería abrir los ojos porque el sol lo deslumbraba.
Un día Dios reconoció que había sido demasiado indiferente con el hombre, y le dijo: Hombre… ¿Cuánto tiempo te quedaras ahí?... Éste no respondió, se quedo ahí inmóvil, se preguntó si era a él a quien se dirigían, pero pronto se convenció de que no. Dios intentó llamar su atención con un poco de lluvia, una ventisca ligera que arrancara unas cuantas hojas de los árboles, una leve sacudida a la tierra, pero nada lo perturbaba. Aburrido de que el hombre no le hiciera caso, intentó buscar una solución. De pronto se dio cuenta de que el hombre se había roto. Bajó al jardín, tomó el pedazo que se había caído del costado del hombre y reflexionó largo rato.
Estaba cansado de crear. Deseaba que el hombre pudiera suplirlo en algunas de sus tareas. Pero era inútil, es decir, imposible que éste lo obedeciera. Se acercó una vez más y lo miró con profunda lástima. No podía prescindir del hombre porque era su hijo, su creación, así que decido crear a otro ser que lo guiara hasta que pudiera valerse por sí mismo. En aquel pedazo de hombre que tenía en su mano derecha, colocó además un trocito de corazón, sangre, hueso y un pedacito alma. Aquello que había quedado intacto en el ser del hombre y que era lo mejor que en él existía.
Dios se arrodilló bajo el sol, pulverizó esos extractos del ser humano y los mezcló con otros elementos. Se concentro totalmente, y después de respirar profundo, dispersó con su aliento el polvo que tenía en sus manos, éste voló en el aire y con un delicado remolino formó entonces a la mujer. Cuando su creación estuvo terminada Dios la observo atónito, hechizado, no pudo evitar rozar con sus dedos aquel cuerpo desnudo. Lo contempló largo rato. Quiso poseerlo, pero la mujer lo rechazó. Dios estuvo a punto de echarle en cara que era su creador, pero la mujer lo expulsó del edén condenándolo a vivir en el cielo para toda la eternidad. Dios no se atrevería a quebrantar el libre albedrío. La voluntad de la mujer no era pertenecerle a él.
Eva fue el nombre que la mujer eligió para sí y nombró Adán al hombre. Lo tomó de la mano y lo hizo incorporarse. Por fin Adán abrió los ojos y la miró, se sentía seguro con ella. Se miraron fijamente, lo suficiente para conocerse, saberse distintos y darse cuenta que se complementaban. Sin temor alguno Eva tomó a Adán y le hizo el amor frente a Dios que miraba desde lo alto. Se consumo el destino, serian marcados para la eternidad y Dios se aseguraría de ello. Pero eso no importaba, se entregaron una vez más y cuando al fin terminaron no pudieron evitar reírse jubilosamente mientras miraban el oscuro firmamento lleno de estrellas blancas que no eran más que pequeños agujeros que Dios había hecho en el infinito para poder espiarlos.


Agosto 25, 2008.





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Encuentro...


La primera vez que lo vi me disponía a comer un par de tacos campechanos en un puesto de comida cerca de la Facultad. Estaba parado a unos metros de mí y sostenía con ambas manos un plato de sopa caliente mientras buscaba un lugar donde sentarse. Ese día había olvidado mis anteojos en casa así que no pude evitar mirarlo insistentemente. Algo en él me producía una sensación de armonía interior, así que seguí observándolo hasta que se dio cuenta. Por instantes él también me miró, por supuesto con más discreción que yo, bajaba la cabeza para beber su sopa, levantaba un poco las cejas y observaba por encima de sus lentes. Apenas pude distinguir sus singulares ojos verdes.
Me enamoré de él. Alguna vez creí que a través del amor había visto el universo entero. Hasta que lo conocí. Comencé a admirarlo antes de saber quién era, qué hacía o cómo se llamaba. No a todas las chicas les pasa eso. No todas las mujeres se dan cuenta de que han encontrado a un hombre que está hecho para ellas y que nunca más habrá otro.
Era tan grande el goce de mis sentidos al tenerlo cerca que instantáneamente comencé a sentir también una turbación profunda. Pensé que nunca volvería a verlo, así que decidí mirarlo sin recato hasta que pudiera sentirme extasiada. Eso no sucedió, tuve que irme antes de que mi corazón pudiera asimilar que vivimos en un universo lo suficientemente gigantesco como para que ese encuentro fuera una casualidad.
Caminé. Un par de calles adelante me encontré a una amiga de la infancia que no había visto en poco más de diez años. Ella estaba emocionada de verme y yo fingí también estarlo. Me contó algunas cosas, pero no la escuche, seguía pensando en él mientras la veía mover la boca y hacer ademanes de un lado a otro. Le dije que tenía prisa, me dio su número telefónico el cual anoté mal en una servilleta de papel y nos despedimos. En unos minutos darían las ocho de la noche, aún tenía que llegar a una clase y mientras caminaba seguía pensando en él.
Lo idealicé. Ser excepcional, hombre curioso, sujeto singular en conciencia, virtud, actitud y vida, diferente a millones. Seguí caminando por seis minutos, los más intensos de mi vida. En un segundo me propuse conocerlo, enamorarlo, tenerlo y morir a su lado. Fui a donde él, lo miré fijamente a los ojos y besándolo le confesé lo que sentía. No busqué explicaciones, la vida estaba clara, el milagro se consumaba y estaríamos juntos para siempre.
Esa tarde aprendí que el amor no significa poseer físicamente. Sin embargo, me pareció que comenzaba a vivir una verdadera tragedia, en un instante, el hombre de mis sueños casi se había esfumado, ese ser que había creado en mi mente. Tuve entonces que aprender a soportar la separación, aguantar y aceptar que soy fuerte, dejarlo ir estoicamente.
En un santiamén recobré mi vida. Todo había vuelto a la normalidad. Había requerido toda mi fuerza para sanar la profunda herida que había dejado en mi alma el efímero encuentro con aquel hombre y la inminente separación. Estaba exhausta, pero mi vida tenía que continuar.
Aún no había alguien en el salón cuando llegué, faltaban unos minutos para que comenzara la clase. Me senté en una butaca de la primera fila para poder prestar atención al profesor y evitar que mi mente se fuera volando a donde él estuviera. Cerré los ojos, me relajé y respiré profundo. De repente escuche que alguien me preguntó: Disculpa… ¿Este es el grupo veintisiete?
Sí, conteste mientras abría los ojos. No puede evitar entreabrir la boca cuando vi aquel hombre frente que decía: Soy Carlos García, el profesor de Historia. Era él.



Agosto 21, 2008.



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Suicidio...



• Masculino. Un metro con setenta y cinco centímetros de estatura; moreno de cabello castaño oscuro; entre 19 y 25 años de edad. Fue imposible verificar el estado del paciente y tomar signos vitales. Los tejidos se desasían como mantequilla a intentar palparlos. Causa de la muerte: la descarga eléctrica que recibió al caer a las vías. Presenta equimosis en el rostro, probablemente de alguna riña anterior, así como múltiples lesiones en brazos y cuello. Nosotros ya no podemos hacer nada, hay que esperar que retiren el cuerpo…

• El tren alcanzó a frenar aproximadamente a tres metros del lugar donde cayó el occiso. Según testigos tenía un par de horas parado en el andén. Los paramédicos constataron el deceso y el Servicio Médico Forense retiro el cuerpo con dificultad. Recibió tal descarga que las extremidades se desprendían al intentar moverlo del lugar. Entre sus ropas se encontró una cartera con un par de identificaciones, una fotografía de él con una mujer (al parecer su novia) y su teléfono celular. Su nombre era Oscar Mediana, estudiante de 23 años de edad. Se trata claramente de un suicido. No se encontraron notas que puedan dar una pista sobre la causa de su muerte. Ya se busca a sus familiares y continúan las averiguaciones…

• Sí, yo lo vi. Llego como a eso de las doce. Lo sé porque a esa hora me toca mi pastilla para la presión y acababa de ir a tomarla. Seguí trapeando el andén como siempre. Me entretuve quitando chicles del piso. Nunca me fijo de la gente, pasa tanta todo el día, pero el muchacho me llamó la atención. Se sentó a llorar un rato, luego se levanto y se fue como quince minutos, pero regresó con una botella de agua. Se subió al tren y regresó dos veces. Luego le hablaron por teléfono, discutió alguien, parecía león enjaulado, gritaba y manoteaba. Yo me metí a la bodega a tomarme un cafecito, a esa hora hay mucha gente y no dejan barrer. Justo a las dos escucho la misa por el radio todos los días. Ya estaba empezando cuando se escucho el griterío y salí corriendo. Nomás vi como la gente se acercó y luego bajaron los polis. No lo mató el tren. Dicen que se estaba convulsionando y se cayó…

- Si se van a suicidar que sea en otro lado y no aquí, nos pasan a fregar a todos.

- Cállate Eugenio, tú no sabes por qué lo hizo.
- Pues no, pero seguro fue por una tontería y no vamos a llegar por su culpa.
- Si no llegamos venimos la próxima semana.
- No, yo ya no vengo a perder el tiempo.
- Mira, ya lo sacaron.
- No veas, y para acabarla dejó oliendo asquerosos, qué poca madre.
- ¡Dios mío! Qué horror, Eugenio. Te dije que no voltearas, para qué lo ves.
- Tengo nauseas, por favor hay que salir a la calle.
- Ahora te aguantas, ya van a restablecer el servicio…

• Por favor, no eches a perder esto, yo te amo. Perdóname, no me dejes. Sí… te juro que voy a cambiar. Te estoy esperando. Irma, no, no, yo te amo. ¿Vas a venir por mi verdad? Chiquita no me dejes, no voy a ser celoso, no, ya no te voy a pegar. ¡Ya tienes otro verdad! Por favor, si me dejas me voy a matar. No es chantaje, es la verdad, estoy hablando en serio. Me voy a dar un tiro. Te vas a arrepentir. No, no, por favor, no me cuelgues. Irma, Irma, Irma… Por qué, por qué a mi, maldita seas, maldita. Me quiero morir, me quiero morir. Al diablo, maldita. Por qué, por qué. ¿Tú qué me ves idiota?





Septiembre 8 del 2008



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Nunca me abandones...


Cuarenta minutos después el motociclista regresó por nosotros. Viene en un jeep. Ángel, Luis y yo abordamos el vehículo polvoso. Nos vendan los ojos y nos piden toquemos nuestras rodillas con la frente. Me parece eterno el recorrido. Luis, Luis, Luis, repito insistentemente. Me asfixio, estoy mareada, el olor del vehículo me enferma. Tengo miedo, no es la primera vez. Los vados nos hacen saltar. El trapo que cubría mi rostro se ha caído. Entreabro los ojos un instante. Algunas mujeres caminan por la vereda. En la parte delantera del auto viajan dos hombres armados. Agacho la cabeza. Miro las piernas de Ángel. Cierro los ojos. Luis observo tu rostro.


Hemos llegado. La noche cae sobre la montaña. Nos alojan en una choza. No debemos hacer ruido. Mañana nos recibirá el comandante. En una mesa hay agua y un poco de comida. Nadie cena. Estamos agotados. Nos recostamos sobre colchonetas tiradas en el suero de tierra. No hay con qué cubrirnos. La luna alumbra el exterior.


Su respiración llega a mis oídos. Pienso en Luis. Su mano alcanza la mía. Siento a Luis. La noche es fría. Como aquella noche de diciembre cuando todo acabó. Me besa y correspondo. Todo está quieto. Sólo el sonido del viento rumora en tiempos. Me abraza. Lo cobijo. Nada es igual. Este Luis no es el mío. Seco, frío, frágil. No es mi Luis. Un dolor me nace en la pierna. Me arde. Recorre mi muslo y llega a mi abdomen. Me quema. Un frío crudo me invade. El Luis me abraza más fuerte. Me oprime, me eleva. ¿Luis estás aquí? Me envuelves. Me besas. Mi Luis etéreo. Callas mis labios. Besas mis ojos. Me asechas. Tengo dudas. Me arrullas. Ahora duermo. Te siento. Es el fin. Estoy soñando. No, es la realidad.



Lira Muñoz Jenny
23 de agosto 2009




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