JENNY
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Crimen


Miró su reflejo en el agua amarillenta del retrete, cerró los ojos por un momento y recordó la última vez que sintió satisfacción al orinar. Evocó episodios de su vida, vivencias y anécdotas que jamás contará. Lo intentó de nuevo, pero sólo consiguió que un par de chorros escurrieran dolorosamente. Se arrodillo y lloró, jamás lo había hecho, pero en ese momento el sudor frió y el ardor que le recorrían el abdomen lo hacia sentir vulnerable. Jamás había un sentido dolor tan grande, como si miles de agujas buscaran salir de su cuerpo.
Observo por la ventana que daba hacia la calle, todo parecía normal. Regresó a la recamara y sacó del closet una caja de zapatos en la que guardaba su tesoro. Se sentó a la mesa, donde extendió un pedazo de terciopelo negro, abrió la caja y sacó el contenido.
Durante veinticinco años trabajó como Agente Judicial. Sus mejores años los pasó en comisiones, campaneando a capos importantes. Ayer cumplió cincuenta años, hace cuatro dejó el servicio activo. Nunca pudo adaptarse a las nuevas formas, a las características de los elementos más jóvenes. Ya no había más judas, les exigían capacitación psicológica, jurídica, conocimientos generales y Derechos Humanos. Él no entendía de eso.
Sacó un reloj Rolex que había ganado en una carrera de caballos. Una esclava de oro que tenía grabado su nombre con incrustaciones de diamantes de medio quilate: Gerardo. Al final colocó su posesión más preciada, aquella pistola que le había regalado uno de los Beltrán en agradecimiento por un favor muy grande.
Al dejar el servicio público trabajó como guarura. No faltó quien le ofreciera trabajo, conocía el negocio, tenía contactos, sabía moverse. Tuvo que conformarse tres años, pero eso no era lo suyo. No le gustaba tratar con viejas histéricas y pendejos que hacen lo que se les da la gana. En su último trabajo tenía que cuidar a un júnior regiomontano que había llegado a la capital para estudiar la universidad. Todo terminó mal…
Comenzó a limpiar el reloj hasta dejarlo brillante, lo ajustó a la hora y lo colocó en la cama junto a la camisa negra que se iba a poner.
Habían pasado dos años. Fernando Garza era como su hijo, le consentía demasiadas cosas. El error que jamás se perdonaría es haberse involucrado demasiado con el muchacho. Él mismo muchacho lo apodó El golum, nunca supo por qué y mucho menos se interesó en averiguarlo. Gerardo siempre fue un tipo desconfiado, pendiente de su propia sombra, perspicaz. Su adicción al cigarro le provocaba una vos nasal que, sumada a su hablar lento y pausado, le resultaba sumamente graciosa a Fernando.
Terminó de pulir la esclava de oro y, de igual forma, la colocó sobre la cama junto al pantalón negro nuevo y la cazadora de gamuza café que usaba en ocasiones especiales.
Miró el arma. La sostuvo con ambas manos. Observó la cacha de plata y reconoció su semblante reflejado. La caída del cabello le había ensanchado la frente un poco y la barba de varios días lo hacía ver aún más viejo. Los signos de la ictericia causados por su reciente enfermedad le dejaban ver un semblante aún macilento. Su mirada amarillenta ya no era la del lince que acecha a su presa y sus labios verdosos mostraban esa mueca que apropósito hacia para mostrarse malencarado. Estaba muy enfermo, la hepatitis le lo postró en cama por casi dos meses, habría vuelto al trabajo, pero otros achaques lo habían detenido. Siempre le gusto beber y fumar en abundancia; la comida era su perdición y siempre comía como si fuera la última vez que fuera a hacerlo; fue mujeriego en exceso igualmente, nunca despreció a una mujer y nunca una lo desdeño. Ahora su cuerpo le estaba pasando factura de todos los excesos.
Con un paño comenzó a limpiar el arma. Era perfecta. Frotó el grano de mira suavemente y se deslizó al con el cañón como si acariciara la pierna de una mujer. Era su vida. Llego al gatillo e introdujo el dedo índice de la mano derecha, sujetó el arma enérgicamente y estirando el brazo apuntó a crucifijo que colgaba sobre la cabecera de la cama, accionó el percutor y sintió poder. Su yo propio. Era una mágnum 3.57, tipo escuadra de calibre 45 con doce tiros. Su preciosa, su alma, su poder. Giró la boquilla media vuelta en contra de las manecillas del reloj y desmontó el arma. La frotó un vez más, llenó el cargador y la armó nuevamente. Era su única arma, la de servició la devolvió junto con su placa cuando se retiró, y aunque nunca la apreció como a ésta también le fue fiel.
Se bañó tranquilamente. Se rasuró y arregló el cabello. Se esmero en arreglarse, se puso las botas de piel de cocodrilo. Se perfumó y se miró en el espejo. Su semblante osco y la mirada fija le daban un aire de superioridad. Colocó el reloj en su muñeca izquierda. Siempre prefirió usar la esclava en la mano derecha para lucirla en sus prácticas de tiro; la mostraba en cualquier oportunidad, para que aquel que quisiera ganárselo tuviera en cuenta que su precio era alto.
Se paró en el centro de la habitación. Sujeto su arma. Su vida, su tesoro, su muerte. Respiró profundo, sujetó el arma, cerró los ojos y se apunto a la sien. Apenas se percibió el sonido del disparo y cayó al suelo. Pereció instantáneamente. Causa de la muerte: una bala le atravesó el corazón.




Septiembre 4, 2008.





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