Cuarenta minutos después el motociclista regresó por nosotros. Viene en un jeep. Ángel, Luis y yo abordamos el vehículo polvoso. Nos vendan los ojos y nos piden toquemos nuestras rodillas con la frente. Me parece eterno el recorrido. Luis, Luis, Luis, repito insistentemente. Me asfixio, estoy mareada, el olor del vehículo me enferma. Tengo miedo, no es la primera vez. Los vados nos hacen saltar. El trapo que cubría mi rostro se ha caído. Entreabro los ojos un instante. Algunas mujeres caminan por la vereda. En la parte delantera del auto viajan dos hombres armados. Agacho la cabeza. Miro las piernas de Ángel. Cierro los ojos. Luis observo tu rostro.
Hemos llegado. La noche cae sobre la montaña. Nos alojan en una choza. No debemos hacer ruido. Mañana nos recibirá el comandante. En una mesa hay agua y un poco de comida. Nadie cena. Estamos agotados. Nos recostamos sobre colchonetas tiradas en el suero de tierra. No hay con qué cubrirnos. La luna alumbra el exterior.
Su respiración llega a mis oídos. Pienso en Luis. Su mano alcanza la mía. Siento a Luis. La noche es fría. Como aquella noche de diciembre cuando todo acabó. Me besa y correspondo. Todo está quieto. Sólo el sonido del viento rumora en tiempos. Me abraza. Lo cobijo. Nada es igual. Este Luis no es el mío. Seco, frío, frágil. No es mi Luis. Un dolor me nace en la pierna. Me arde. Recorre mi muslo y llega a mi abdomen. Me quema. Un frío crudo me invade. El Luis me abraza más fuerte. Me oprime, me eleva. ¿Luis estás aquí? Me envuelves. Me besas. Mi Luis etéreo. Callas mis labios. Besas mis ojos. Me asechas. Tengo dudas. Me arrullas. Ahora duermo. Te siento. Es el fin. Estoy soñando. No, es la realidad.
Lira Muñoz Jenny
23 de agosto 2009
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