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Los demonios y los días

Para los que llegan a las fiestas
ávidos de tiernas compañías,
y encuentran parejas impenetrables
y hermosas muchachas solas que dan miedo
-pues no uno sabe bailar, y es triste-:
los que se arrinconan con un vaso
de aguardiente oscuro y melancólico,
y odian hasta el fondo su miseria,
la envidia que sienten, los deseos:
para los que saben con amargura
que de la mujer que quieran les queda
nada más que un clavo fijo en la espalda
y algo tenue y acre, como el aroma
que guarda el revés de un guante olvidado;
para los que fueron invitados
una vez; aquellos que se pusieron
el menos gastado de sus dos trajes
y fueron puntuales; y en una puerta,
ya mucho después de entrados todos,
supieron que no se cumpliría
la cita y volvieron despreciándose;
para los que miran desde afuera,
de noche, las casas iluminadas,
y a veces quisieran estar adentro:
compartir con alguien mesa y cobijas
o vivir con hijos dichosos;
y luego comprenden que es necesario
hacer otras cosas, y que vale
mucho más sufrir que ser vencido;
para los que quieren mover el mundo
con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen:
para los que sufren a conciencia
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme:
para los que están armados, escribo.

Rubén Bonifaz Nuño, Los demonios y los días, 1956.


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